
Compartir la casa con un perro o un gato transforma completamente la experiencia de habitar un espacio. De pronto, las rutinas se reorganizan, los objetos cambian de lugar, los horarios se modifican y las prioridades se ajustan. Pero más allá del cariño y la compañía, hay una dimensión menos romántica que también entra en juego: la seguridad.